Explicaê

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    Detenido en la noche a la orilla del río, Benito Ayala estaba rodeado de hombres parecidos a él. Todos entre los veinte y los cuarenta años, todos tocados con sombreros, todos vestidos con camisas y pantalones de mezclilla, zapatos fuertes para el trabajo en clima frío, chamarras de colores y diseños variados.

    Todos levantan los brazos, los abren en cruz, cierran los puños, ofrecen su trabajo silenciosamente, del lado mexicano del río, esperando que alguien los note, los salve, les haga caso. Prefieren exponerse a ser fichados que dejar de anunciarse, hacerse presentes: Aquí estamos. Queremos trabajo.

      El pueblo de Benito Ayala vivía de enviar trabajadores a los Estados Unidos y de las remesas que los trabajadores hacían al pueblo. Los viejos y los niños, los escasos comerciantes, hasta los poderes políticos, se acostumbraron a vivir de esto. Era el principal y puede que el único ingreso del pueblo. ¿Para qué inventarse otro? Las remesas eran hospital, seguro social, pensión, maternidad, todo junto.

    Fue el bisabuelo Fortunato Ayala el primero que salió de México huyendo de la Revolución. Se fue a California y trató de poner un restorán. Quebró. Buscó trabajo en la industria, porque decía que para agacharse a recoger tomates, mejor se regresaba a Guanajuato.

    Se rebeló. Llegó como pudo hasta Chicago y le importó madres el frío, el viento, la hostilidad. Encontró trabajo en el acero. Cerca de la mitad de los trabajadores de la acerera eran mexicanos. Ni siquiera tuvo que aprender inglés. Mandó a Guanajuato los primeros dineritos. En esa época todavía funcionaba el correo y un sobre con dolaritos llegaba a su destino y allí iban a recogerlo sus familiares. Veinte, treinta, cuarenta dólares. Una fortuna para un país devastado por la guerra donde cada facción rebelde emitía sus propios billetes.

    Pero nadie protegió al bisabuelo Fortunato cuando el desempleo norteamericano de 1930 lo arrojó fuera de los Estados Unidos, deportado junto con miles de mexicanos. Se fue. Estableció una tradición: el pueblo viviría de las remesas de sus trabajadores emigrados. Su hijo, Fortunato como él, pudo llegar a California durante la segunda guerra, legalmente. Era un bracero. Entraba legalmente; sus patrones le hacían saber, de todas maneras, que su situación era muy precaria. Estaba a un paso de su propio país, México. Era fácil deportarlo si las cosas se ponían mal en los USA.

    Salvador Ayala, padre de Benito, hijo y nieto de los Fortunatos, se volvió espalda mojada, el ilegal que cruzaba el río de noche y era pescado del otro lado por la patrulla fronteriza. Se la jugaban. Él y los demás. Valía la pena el riesgo. Si los agricultores texanos necesitaban mano de obra, el mojado nomás era llevado de vuelta a la frontera y puesto del lado mexicano. En seguida era admitido, ya seco, del lado texano, protegido por un empleador. Pero cada año, la duda se repetía. ¿Esta vez, entraré o no?

FUENTES, C. La frontera de cristal: una novela en nueve cuentos. Ciudad de México: Ediciones Alfaguara, 1996.

O fragmento de texto a seguir faz parte do livro La frontera de cristal, de Carlos Fuentes. Nele, aborda-se

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